GRACIAS, PEPE...

SOBRE LOS MORLOKS Y LA GENTE BARATA...
Los morloks. Así es como nos llamaban a los que trabajábamos en la planta menos uno, del turno de noche. Durante aquella época por las tardes estudiaba derecho en la universidad de Barcelona y por las noches estaba empleado como operador para una compañía de seguros del hogar. A pesar del horario, el trabajo era sencillo y tranquilo. Permanecía desde la medianoche hasta las ocho de la madrugada atendiendo las esporádicas llamadas solicitando algún cerrajero o fontanero de emergencia. Por lo demás, el tiempo lo dedicaba a leer, conectarme a internet y alguna que otra vez a escribir relatos. Al ser un teléfono gratuito siempre había bromistas que llamaban y decían alguna grosería, o solicitaban servicios absurdos, los llamaban gente barata… nunca supe bien la causa por la que recibían este nombre, quizá, porque gastaban su tiempo de la forma más baratamente posible. Una noche, entró una de esas llamadas de gente barata, pero sólo con oír la voz de la mujer, me di cuenta de que era distinta. Nada más contestar me pidió disculpas por aquella llamada que nada tenía que ver con el tema de los seguros. Y cuando estuve a punto de colgar, me confesó que llamaba porque no tenía con quién hablar. Quizá si hubiera colgado como fue mi primera intención, las cosas hubieran sucedido de forma distinta, pero no lo hice. Su voz cálida, parecía sincera y creí reconocer en ella un punto de desesperación a pesar de la tranquilidad que aparentaba. “Te resultará extraño”. “No”, le conteste y sin poder remediarlo añadí: “hay ocasiones que pienso que si no fuera por este trabajo podría pasar días sin hablar con nadie”. La mujer emitió un sonido en señal de gratitud hacia mis palabras. “Gracias, aunque sé que lo dices por educación”. Me hubiera gustado contestar que era sincero, pero simplemente me limite a guardar silencio. “Nunca lo había hecho anteriormente”, dijo, “pero esta noche me asustaba demasiado el silencio y necesitaba oír a otra persona para sentirme parte de algo”. Cuando se despidió agradeciéndome nuevamente que hablara con ella, el display del teléfono indicaba las tres y treinta y ocho de la mañana, y siete minutos, tres segundos invertidos en la última llamada recibida.
Al salir del trabajo regresé a mi casa, desayuné y me acosté. Normalmente, podía dormir de un tirón hasta que sonase el despertador para acudir por la tarde a la facultad. Pero aquella mañana de invierno hacía un sol tan brillante que me fue imposible dejar de pensar en el hermoso día que lucía y decidí levantarme y coger el cercanías hasta las playas de Blanes. En la estación compré un bocadillo y una lata de refresco para almorzar en la casi desierta playa. Me despojé del grueso abrigo y lo extendí sobre la arena dejándome caer en él. A momentos, el sonido de las olas formaban dibujos irregulares tras mis párpados cerrados y los rayos de sol calentaba mi poca acostumbrada y blanca piel. Tras unas horas, decidí que aquella tarde no iría a la facultad y regresé a casa.
Cuando me duché y vi mi rostro en el espejo, descubrí mi piel ligeramente tostada por el sol. Me vestí y cené viendo las noticias. Como aún faltaba más de una hora para comenzar mi horario, fui caminando hasta el trabajo. Al ser entre semana las calles estaban vacías, apenas algún coche circulaba y los semáforos seguían encendiéndose en la oscuridad de la noche por si alguien los necesitaba.
“He llamado dos veces anteriormente, hasta que por fin me has contestado tú”, me dijo la mujer cuando respondí a la llamada. “Quería decirte que estoy muy agradecida por lo de ayer, hacía mucho tiempo que no dormía tan apaciblemente”. “Me alegro de oírlo”, le dije, “yo casi no lo hice”. “¿Y qué hiciste entonces?”, me preguntó. Le hablé de mi excursión a la playa, de los irregulares dibujos tras mis parpados cerrados provocados por el sonido del mar y de las luces de los semáforos que siempre están. Al desearme buenas noches y colgar, el display del teléfono marcaba las tres y cincuenta y siente de la madrugada; trece minutos y cuarenta y un segundos invertidos en la última llamada recibida.
Tras asistir a clase, volví a casa a cenar. Todo estaba muy desordenado: los platos sucios se acumulaban en el fregadero, al igual que la ropa sucia que sobresalía del cesto y, a simple vista, cualquiera podía darse cuenta de que no se había limpiado el polvo en semanas. Pensé en que mañana lo haría.
“¿Y qué haces cuando no tienes llamadas que atender?”, me preguntó una noche. “Me conecto a internet, escribo o leo”. “¿Y qué estás leyendo ahora?”. “Un libro de relatos de Carver”. “¿Y de que tratan?”. Guarde silencio, tratando de buscar las palabras exactas para explicar el argumento pero todo sonaba en mi interior incompleto. Al descubrir que por mucho que lo intentara no lo conseguiría, comencé a leerle uno de los relatos. Cuando se despidió aquella madrugada, el display marcaba las cuatro y veinticinco de la madrugada; veinte minutos y doce segundos invertidos en la última llamada recibida.
A la noche siguiente me dijo: “He pensado mucho en el relato de ayer. En cómo aparecen los caballos en el jardín en medio de la noche y cómo todo parece detenerse. Lo que unos instantes antes era importante y urgente deja de serlo por la presencia de algo tan maravilloso como una manada de caballos salvajes”. Se mantuvo callada unos segundos y finalmente añadió: “Aunque qué sabré yo de literatura”. Su sonrisa ingenua se oyó al otro lado de la línea. Pensé que era la primera vez que la oía reír.
Durante las siguientes noches, le continué leyendo relatos de Carver. A veces hacía comentarios, otras enlazaba con anécdotas anónimas o, simplemente, suspiraba. Cuando acabé de leerle los cuatro libros de relato que había escrito Carver en vida, me pidió que le volviese a leer “aquél de los caballos que surgen en plena noche”.
Una noche, poco después, dejó de llamar. Supe que ya no lo haría más. A la semana siguiente presente mi renuncia en el trabajo y dejé la universidad. Con lo que había ahorrado durante los últimos meses compré un billete de avión a un lugar donde nunca había estado antes.
José Luis Baños

0 impertinencias::
Publicar un comentario